"DESCONFIADA"
- Valentina Escobar
- 21 ene
- 4 Min. de lectura
Desde niña mi papá se afanó en que comprendiera que el ser mujer me hacía más vulnerable a otro tipo de riesgos que los hombres apenas rozan. Así, empecé a tener claro que la inseguridad es una constante y la prudencia una obligación. Muchas de sus lecciones aunque duras y a veces inquietantes, forjaron en mí la capacidad de enfrentar un mundo que a menudo resulta peligroso: nunca subas a un vehículo bajo amenazas, grita si es necesario, protege tu bebida en una discoteca, no des información indiscriminada, escucha tu intuición; porque, en ocasiones, el cuerpo reacciona antes que la razón, y no estás obligada a confiar en nadie, ni siquiera en quienes llevan el mismo apellido o te han acompañado desde la infancia. Recuerdo que jugábamos a cerrar los ojos en el carro para que aprendiera a orientarme y reaccionar en caso de emergencia. Estas enseñanzas, más que estrategias aisladas, eran un código de vida diseñado para protegerme.
Hoy, a mis 25 años, esa desconfianza persiste como un eco constante en mi mente. Recientemente, me heló la sangre oír la historia de Alison Vivas en el podcast VOS PODÉS , un desgarrador testimonio que revela la pesadilla de la trata de personas. Lo que más me impactó fue descubrir que una de sus amigas había sido la traidora, la que la vendió a esa red inhumana. Recordé también las cifras impactantes sobre abuso sexual que había leído una vez en un trabajo para la universidad: según el National Sexual Violence Resource Center (NSVR), el 51.1% de las víctimas femeninas de violación en Estados Unidos reportaron haber sido atacadas por un compañero íntimo, y el 40,8% por un conocido. Me planteé entonces varias reflexiones sobre la naturaleza de la confianza en una sociedad donde dudar parece ser un acto de supervivencia sobre todo para nosotras las mujeres.
El relato de Alison y las cifras de NSVR ponen de manifiesto un problema estructural, parece que corremos el mismo riesgo con conocidos que con desconocidos. Desde pequeñas nos enseñan siempre a desconfiar de los extraños pero ¿qué pasa cuando el peligro proviene de alguien cercano? Esos abusos o traiciones no solo vulneran nuestra integridad física sino que también destruyen nuestra capacidad de confiar en el otro, dejando cicatrices profundas en la percepción que tenemos del mundo. Cada vez que escucho historias como la de Alison, me doy cuenta de que es crucial fomentar un diálogo abierto sobre estos temas.
La desconfianza que siento no es solo una reacción personal, sino una respuesta aprendida ante un sistema que a menudo minimiza o ignora las experiencias de las mujeres. La cultura del silencio y el miedo a que no nos crean se perpetúa, y es nuestra responsabilidad colectiva romper ese ciclo. Sin embargo, creo que es igualmente crucial reflexionar sobre cómo estamos educando a los hombres. Durante mucho tiempo, el discurso en torno a la prevención del abuso y la violencia se ha centrado en enseñarnos a nosotras, las mujeres, cómo protegernos: a desconfiar, a cuidarnos, a leer las señales de peligro. Pero, ¿qué pasa con ellos? Si la mayoría de nosotras tiene una historia de abuso, pero pocos hombres se identifican como abusadores, claramente hay algo que no encaja. No basta con que nosotras aprendamos a alzar la voz o a romper el ciclo del silencio; también es necesario que ellos aprendan a escuchar, a respetar, a desaprender comportamientos normalizados que perpetúan estas dinámicas. Es imperativo cambiar la narrativa y las estructuras que facilitan que algunos hombres sigan actuando con impunidad, ya sea por ignorancia o por complicidad cultural. La solución no está únicamente en cómo nos protegemos, sino en cómo construimos una sociedad donde el respeto, la empatía y la igualdad sean pilares desde la infancia, para todos. No podemos permitir que las futuras generaciones hereden la misma inseguridad que nos ha marcado a nosotras. Es imperativo que hablemos sobre estos temas y que se conviertan en parte de una conversación más amplia sobre el respeto y la dignidad de todas las personas.
Asimismo, es fundamental que las mujeres se sientan seguras para establecer límites claros en sus relaciones. Muchas veces, las normas sociales nos presionan a ser complacientes o a ignorar las señales de advertencia que brotan de nuestro instinto, pero es vital recordar que no estamos obligados a tolerar comportamientos que nos hacen sentir incómodas, la incomodidad no debe ser un precio que paguemos por la convivencia.
Quisiera concluir con un mensaje esperanzador, sin embargo en este caso me atreveré a decir que nunca está mal ser desconfiadas. Porque muchas veces esas traiciones y abusos vienen de ese “amigo” “primo” “tío” o “vecino” que nos sentimos avergonzadas de ponerle límites, y que excusamos con frecuencia para evitar situaciones incómodas o ser etiquetadas como exageradas. Ojalá eduquemos a las siguientes generaciones por fuera de la cultura del silencio y la complacencia, porque sin duda alguna será la única manera de ir construyendo un futuro donde las mujeres cada vez tengamos menos miedo.
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