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Foto del escritorValentina Escobar

DÍA D

Era un martes cualquiera, o tal vez no lo era. De esos días en los que el mundo parece correr a un ritmo que no puedes seguir, atrapada en medio del ruido solo intenté avanzar con el peso de todo lo que no era, como llevaba haciéndolo por tanto tiempo, así transcurre la vida de quienes cargamos con la sombra de sufrir cualquier tipo de trastorno mental. 


He tenido la fortuna, si se quiere, de vivir varias veces días que no se anuncian con estruendos ni señales, pero que cambiaron para siempre el rumbo de mi vida. Yo los colecciono como “Días D”. En ese momento en medio del caos interno y la rutina me encontré de nuevo las señales que yo no había querido ver. Mi piel hablaba en un idioma extraño, inflamándose como si quisiera gritar lo que yo no decía. Mis encías y mi cuerpo entero, eran un campo de batalla y yo su peor enemiga, todos mis sistemas parecían haber entrado en huelga. “Estrés”, dijeron los médicos, como si aquella palabra pudiera explicar el caos que sentía en mi interior.


Salí del consultorio con una frustración tan densa que parecía tangible. Caminé hasta el supermercado, porque la ansiedad de escuchar un diagnóstico tan difuso necesitaba ahogarla en azúcar. Quería huir, huir de las respuestas que no encontraba. Fue ahí, en las eternas cajas de supermercado, donde me encontré con un libro. Anti Estrés, decía el título del doctor Carlos Jaramillo.


No fue un milagro, no hubo epifanías ni luces celestiales. Solo un bolsa llena de procesados y azúcar en la mano, el libro abierto en una plazoleta de comidas, sobre una mesa grasosa, y yo, agotada, con el corazón cansado, hinchada, intentando entender cómo había llegado hasta ese lugar tan lejano de mí misma. Página tras página, entendí lo que había estado ignorando por tanto tiempo: no estaba perdida, solo había olvidado cómo detenerme.  


Detenerme. Qué palabra tan extraña en un mundo que premia a quien nunca para, que aplaude a quien corre más rápido y que no deja espacio para los silencios. Mi Día D no fue heroico ni grandioso. Fue un acto sencillo, pero revolucionario: decidir que debía detenerme. Pero esa pausa, era solo el primer paso. Aprendí que la guerra contra el caos no se gana con prisas ni autosabotajes, sino con pausas valientes y pequeñas decisiones.  


En los días que siguieron, me detuve a ver cómo respiraba, cómo comía, cómo pensaba. Comencé a hacer cosas simples: regular mis horarios, cuidar lo que comía, escribir en un cuaderno todo lo que mi mente no podía ordenar, volví a terapia, dejé el celular en las noches. Dejé de correr en círculos y aprendí a caminar hacia adelante, aunque fuera un paso a la vez. Mi cuerpo necesitaba que lo escuchara.


La historia de mi "flop era" no termina con una victoria inmediata. Sin embargo, la paz sí llegó en pequeñas dosis: en la sensación de un estómago que ya no sufría, en el alivio de una piel menos irritada, en el suspiro profundo de quien ha aprendido a soltar. Como cualquier batalla importante, la resiliencia se construye con tiempo, con amor propio y con la decisión diaria de intentarlo de nuevo. Hay días en que el caos regresa y toca a mi puerta, pero ahora sé cómo recibirlo, con compasión y con la certeza de que cada martes gris puede transformarse en un Día D si me lo permito.


Y descubrí algo más: la pausa no solo nos devuelve a nosotras mismas, también nos abre los ojos al mundo que ignoramos mientras corremos. Un rayo de sol atravesando las cortinas, el sonido del agua al llenar un vaso, la textura del suelo bajo los pies descalzos. Son cosas tan simples que casi parecen invisibles, pero en ellas encontré algo que había olvidado: el gozo de estar viva. Si pudiera retroceder en el tiempo, me abrazaría en aquellos días grises y me diría esto: no hay prisa. La vida no está allá afuera esperándote en un lugar lejano. La vida está aquí, en el aire que respiras, en el latido que sientes, en el espacio que te das para simplemente ser.


Hoy, creo rotundamente que  todos tenemos un Día D, un momento en que nos elegimos y dejamos de correr detrás de los estándares ajenos para caminar al ritmo que nuestra alma necesita. Porque al final, lo único que nos pide la vida es que nos dejemos encontrar. Que permitamos que sus susurros nos lleguen en el silencio de una meditación. Que nos detengamos lo suficiente para notar que incluso en los días más oscuros, la luz siempre está ahí, dentro de nosotros esperando paciente a que la veamos.

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