Pensé en Charlotte York la primera vez que me detuve en el pasillo de autoayuda de una librería. Me vino a la mente un episodio de la quinta temporada de Sex and the City , cuando Charlotte, tras su separación de Trey McDougal, buscaba algo que pudiera devolverle la esperanza. Llegó a lo que ella llamó el “pasillo del auto-infierno”: un lugar lleno de portadas que prometían amor propio, sanación y felicidad eterna. Allí había una mujer llorando en una esquina, y otra, muy distinta a ella, hojeando un libro con la mirada perdida. Charlotte, incómoda y avergonzada, se sintió descubierta, como si el simple hecho de estar allí la delatara. Salió sin el libro, igual que yo lo hice aquella primera vez.
Sin embargo, al cruzar la puerta con las manos vacías, sentí una punzada de derrota. ¿Qué era lo que tanto temía? ¿Que alguien me reconociera? ¿Que pensaran que mi vida estaba fuera de control? Tal vez no era tanto el juicio ajeno como el mío propio. Me enfrentaba a una versión de mí misma que había despreciado ese rincón antes, considerándolo un refugio para “vendedores multinivel” o para los que habían perdido el rumbo. Nos han hecho creer que leer libros de autoayuda es como confesar que hemos fracasado en el juego de la vida. Pero ahora sé que esa incomodidad tiene una raíz más profunda: ahí nos encontramos frente a frente con nuestras dudas, nuestras heridas y nuestras inseguridades.
La segunda vez que lo intenté no estaba en una librería, sino en un supermercado cualquiera. Camuflé el libro entre otras compras, como si el texto pudiera revelar mi fragilidad. No quería ser “esa persona” que busca consuelo en frases motivacionales, pero ahí estaba, como Charlotte, buscando esperanza y tal vez algunas respuestas.
El pasillo de autoayuda no tiene la solemnidad de los grandes clásicos ni la promesa de evasión de las novelas románticas. Es más bien un lugar incómodo, casi vergonzoso, como un confesionario donde nadie te juzga, pero todos parecen verte entrar. Y, sin embargo, esa incomodidad es reveladora. Nos recuerda que todos, en algún momento, necesitamos ayuda y que el deseo de mejorar no debería ser motivo de vergüenza.
En un mundo ideal, todos podríamos acceder a una terapia. Pero la realidad es que muchas personas no tienen esa posibilidad, y ahí es donde los libros de autoayuda pueden convertirse en aliados inesperados. No ofrecen soluciones definitivas, pero a menudo nos dan un mapa inicial, una chispa que enciende el camino del autoconocimiento.
Hoy, soy una visitante frecuente del pasillo de autoayuda. Estoy leyendo en este momento a Marian Rojas Estapé en “Recupera tu mente, reconquista tu vida”. Ahora sé que buscar respuestas no es un signo de debilidad, sino de valentía. ¿Por qué nos avergüenza tanto intentar ser mejores? Buscar ayuda, en cualquier forma que esté disponible, no nos hace menos. Nos hace humanos. Si un libro puede darnos la fuerza para dar el primer paso, ¿por qué no tomarlo?
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